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SAHARA ESPAÑOL

DEL VIVIR NÓMADA DE LAS TRIBUS(*)

ANGEL DONEMECH LAFUENTE

Un nomadeo por el desierto -por «el centro», como dicen los nómadas sedentarizados cerca de nuestros poblados y puestos- permite conocer esa beatífica vida de los «saharauis»: vida de aislamiento, de limitada relación, de necesidades escasas, de apetencias posibles, de mucho pensar y de poco hablar. «Cierra la boca, si quieres ser dueño de tus palabras; pues en cuanto hables, éstas serán las dueñas de tus actos.» El silencio y el tener que desenvolverse en un medio inhóspito, hacen del saharaui un gran independiente: todo un señor independiente; sobre todo, señor.

Destacase como su más bella cualidad la acogedora y plena hospitalidad. En la jaima cohíbe mucho saber que una sola tela nos separa de la mujer. Pero ésta acaba por hacerse presente. ¿Es que, acaso, el cristiano sigue teniendo cola y un solo ojo en la frente? Esta favorable acogida que tan valientemente sabe romper el muro de la xenofobia y de la incomprensión es lo que primero subyuga en el trato con el saharaui que, así, nos recuerda su ascendencia berberí, su rudeza franca; demostrándonos, al propio tiempo, el señorío y caballerosidad que supone y admite en el visitante.

Del desierto -disponiendo de agua pura y cristalina- no se sabría volver cuando tanto se conoce de la maldad y falsía de las gentes que se dicen cultas y civilizadas. Por «el centro», teniendo ganado que pastorear y, entre éste, hembras que ordeñar, nada más se apetece. Si Alá lo quiere, lloverá en zonas de siembra y habrá cebada; pasará la caza a tiro de fusil o alcance de palo y habrá carne; si la pieza ha sido un avestruz, su grasa, además, pondrá resistencia en el organismo, provocará placenteros deseos que afirmarán una una unión conyugal; si la plaga de langosta cubre el cielo de un punteado negro y apretado, y con crepitar de granizo se abate sobre las zonas de pastos transformando los tallos de las plantas en racimos de frutos y -de momento- deja cariacontecidos a los pastores y defraudados a los ganaderos, se piensa en que la yerada, aquella lluvia milagrosa, ha sido enviada por Dios; y la reacción provoca la recogida rápida y abundante de tal insecto, que en días venideros ha de ser el casi único alimento. Las consumen frescas, fritas en grasa. Para conservarlas, las cuecen; una vez escurridas, se las salpica con un poco de sal y se dejan a secar. Si para los nómadas este ortóptero es un alimento exquisito, para los científicos, lo es completo. Los análisis han demostrado la riqueza de la langosta en fósforo, calcio y potasa; cómo las proteínas alcanzan el 67 por 100 y los lípidos -que encierran una gran cantidad de provitaminas y vitaminas A y D- el 20 por 100
Hemos dicho que la langosta es el único alimento casi del nómada, porque ayudarán a su nutrición, también, algunos frutos de determinadas plantas, las semillas, tallos y raíces de otras; y, en ausencia del té -lo que es muy frecuente-, las hojas de algunas, en infusión, pueden resultar -y resultan- un sabroso sucedáneo.
Díganlo si no estos influyentes que en jaima vestida con pañuelos y trozos de tela y calzada con alfombras y farus están presencian, do el concierto de boda de una joven cherifa filalía. Es el día de la petición formal. A ésta ha precedido -entre las madres de los que van a desposarse- un verdadero regateo, con ponderación y encarecimiento frente al contrapeso de una depreciación y medianía. Acordado el viernes último que la dote sería de seis dromedarios y algunas piezas de junt (tela azul), hoy -ante un «fakih» y después de la comida de ritual- se concretan las condiciones de la dote y los plazos de su entrega. Ya fijados, se recita la fatha y se anuncia en voz alta la boda.
En las jaimas próximas, las mujeres reciben las noticias con gritos de alegría (esgarit, yu yu, etc.); se oyen los palmoteos de las más alegres e impacientes, y se escuchan las invitaciones al baile. Calientes la guedra y el tebal, pronto el corro enmarca el escenario para la bailarina. Conforta ver tan de cerca estas mujeres que enseñan, tímidamente, sus caras y que sólo la coacción de algunos áscaris del Norte les impide mostrarlas con toda naturalidad. Celebremos su valentía y agradezcamos esta prueba de la confianza que les merecen los cristianos españoles. ¡Qué bello ejemplo! .
Ved ya sentada ante nosotros la graciosa bailarina. Del talle a los pies, vestida de blanco; una tela azul la envuelve de la cintura a la cabeza; los brazos quedan libres; no se ocultan con pudor los- costados, que permiten adivinar en el pecho la turgencia mamaria. Los movimientos de su cabeza ---que parecen asentir o denegar para ,cuanto de malvado pase por el pensamiento de los espectadores--echan hacia atrás la punta del velo que, mediante el peso de la llave de su candado, se sostenía graciosamente sobre aquélla. Y un peinado a base de cabellos arrollados y trenzados -obra de arte que tanto dice de habilidad en la peinadora cuanto de paciencia en la coqueta- se nos ofrece salpicando con profusión de diversos abalorios de diferentes colores,. caracolillos y cuentecillas de ámbar. Si el limpiar y componer aquel cabello fué obra de destreza y gallardía, no menos gracia y habilidad han de ser precisas para desenredar tal adorno capilar.
Esos dedos, largos, estilizados, anaranjados y azafranados por la henna ---que se ofrecen cargados de sortijas de plata, de hueso, de madera- acompañan o mandan los movimientos de cabeza al ofrecerlos, en el delicado movimiento de la mano, aisladamente: con insinuación de enérgica llamada o de repulsa rotunda; o al pasarlos rozando las diversas partes de su cuerpo, cual si se hiciera el tocado y se adornara con varias prendas.
La guedra suena incitante; el tebal de bronco sonido, y el ruido que hacen golpeándose las manos de los espectadores son como el aislante de nuestra laxitud: más allá de la jaima... nada. Nada, por, que esta iaggutía -cuyos hombros y brazos ondulantes parecen compensar el balanceo doliente de todo su cuerpo- animada, respondiendo a las insinuaciones de las amigas, provocando la admiración de sus seguidores, va levantándose hasta quedar de rodillas; para continuar con los mismos balanceos y ondulaciones, ya los velos francamente caídos: jadeante, mimosa, atrayente, dolida, sudorosa, repelente; con agotamiento de entrega que le hace caer rendida.

Al terminar esta danza queda, para nosotros, la agradable ¡m, presión de habernos visto tan juntos, tan apiñados, tan unidos con aquellos nómadas que nos tratan con tal simpatía; con la amistad debida al «ofisiar», bien lejos del recelo y respeto con que ven al haquem.
Y mientras una nueva saharauía sale al ruedo, se nos cuenta cómo dentro de pocos días -en el que se fije para la celebración de la boda- la familia del novio enviará parte del sedak o dote, dando con ello comienzo a la semana de comilonas a cargo de la familia de la desposada-, de danzas y cantos, de reuniones y de consejos.
La jaima de los desposados está emplazada delante de las demás en que se celebran las fiestas. Hacia ella se dirige el cortejo procedido de un tamborilero que arranca «lumdumes» sordos de su instrumento. A la inmediación de aquél un jinete hace disparos; tras el del tambor, y escoltado por mujeres de siluetas azules, un dromedario transporta un palanquín.
Todo el grupo se detiene ante la jaima aislada, El rumiante -profanando con sus gritos el silencio que engrandece el momento- abarraca sobre la arena, y las telas en colgaduras se levantan para permitir el descenso de la cherifa filalía que llega acompañada por un niño. Envuelta en telas azules que apenas dejan ver las blancas de desposada que, en pliegues y volantes, cubren la mitad inferior de su cuerpo, la novia -azorada en sus pasos y preocupada por sus gestos-, animada por los gritos de júbilo de las mujeres de su acompañamiento y de cuantas la esperan, penetra bajo la jaima con sus hermanas y compañeras, mientras que en el ángulo opuesto toma asiento el novio, en medio de sus amigos.
Y la comida nupcial comienza; y -¡boda de cherifa! se come carne de dromedario y de cabra hasta saciarse. Para que se juzgue de la esplendidez de los anfitriones, sépase que, en el desierto, saciarse no es sólo comer con hartura satisfaciendo con exceso el deseo, sino que significa, además, almacenar en el estómago cuanto, con el tiempo, sea capaz de digerir.
Repuestos y saciados los comensales, las mujeres lanzan al aire composiciones poéticas celebrando la boda y aludiendo al amor. Los jóvenes, con rasgados sonidos guturales -precediendo y poniendo colofón a los pasajes de la poesía- apostrofan con alusiones picarescas de subido tono, ausentes de candor. Lal-la Fatimattu, la cantadora vieja de elevada inspiración, hace saltar y aplaudir a las doncellas, enardece a los sanos muchachos. Dicen de ella que, en las fiestas enmarcadas por un palmeral, el viento le tiene envidia; pues cuando éste corta las palmas carece de los agudos sonidos que los labios de Fatimattu ponen en sus sonoras palabras. Por esto escuchan boquiabiertos, cuando sus sonidos modulados dicen: «¡Oh, mujer, a quien Alá ha dado el esplendor! ¡Cuándo pienso en ti, el amor me aprisiona! Pero en este amor no creeré sino abrazándote: si cedes al encanto de mi palabra o al poder de mi dinero>>.

Cada noche va la novia al frigh de sus padres; cada mañana vuelve a la jaima aislada, con acompañamiento de melopeyas y de canciones, con el pregón de los agudos y estridentes gritos de las mujeres. En la séptima noche, con su entrega honrará a su padre y a su madre, pendientes de los gritos que pregonen la virginidad de su hija.
El nuevo sol calienta a tantos cuerpos entumecidos, estimulándoles al regreso hacia la zona de pasto. Unámonos a uno de los «frigues» en marcha hacia el interior, hacia «el centro» el gran círculo agobiante con el peso del cielo inmóvil, que pone tanta opresión e impaciencia, y cuya soledad y silencio tanto remueven el sentimiento religioso.

Al pasar frente a una jaima que se destaca visiblemente de un mahsar, llama nuestra atención un grupo de muchachos como en pelea. Se trata de la jaima de un respetable taleb al que alimentan, por días, las familias de las otras jaimas. Este taleb es, además, el imam o director de los rezos en común-, desempeña el papel de secretario de la asamblea; redacta las actas de casamiento y de divorcio-, asiste a los enfermos y lava los muertos. Su jaima, yámaa o mezquita, es a la vez la escuela, la hospedería y la sala de consejo de la yemáa.
El mahsar que tenemos a la vista pertenece a los filala - tribu morabítica, de hombres estudiosos y relativamente eruditos; algunas de sus mujeres saben leer y escribir. Los chicos reparten su día entre VI estudio, los juegos y el descanso. La escena que estarnos presenciando no es un juego, sino un rito.
Aquella mañana, los estudiantes se habían alejado algo de la jaima-mezquita, llevando bajo el brazo la tablilla en que estaban escritos algunos versículos del Korán. Después de hacer una oración con recitación de determinados versículos, los escolares habían atrapado a uno de los suyos el más débil, ¡cómo no!-, le habían zarandeado, tirado por tierra, golpeado y arrojado en una pequeña de, presión del terreno, en donde habría de quedar hasta que, llorando, gritara pidiendo su regreso a la mezquita. ¡Acaso aquellas lágrimas trajeran la lluvia, como en otras ocasiones había sucedido!
Era de buen augurio aquel encuentro; lo contrario, hubiera sido levantar un solo cuervo o que, cuando se había iniciado la marcha, alguien hubiese llamado. También se tendría suerte en el viaje si se encontraban «grabain; leiz chabaán; cran el gadbán» (pareja de cuervos, un león harto; una picagrega encolerizada). La habara (avutarda) es de buen agüero. En cambio presagia mal el muca (mochuelo) esta rapaz sórdida, no se la cita durante la noche por su nombre. Los «Regueíbis» creen que hacerlo resulta funesto para los niños que no les han salido los dientes.

Son supersticiosos estos nómadas; el desierto está poblado de yenún (plural de yen: espíritu maléfico); hay parajes en que son legión los malos espíritus; se adentran en el cuerpo humano y le causan trastornos, enfermedades; se cruzan en el camino de una cara, vana y le acarrean desgracias. Algunos de estos yenún, se enseñorean en el espíritu de algunas familias, cuyos maléficos efluvios originan sinsabores, percances inesperados, dolorosas desgracias. Sus individuos son peligrosos; hay que apartarse de ellos; si se consigue algún mechón de su cabello, se logra contrarrestar tan mal influjo, quemándolo.
Mas el verdadero terror lo provocan aquellos yenún que se ven: los que tienen los ojos y la boca separados verticalmente. ¡Que Alá maldiga al embustero! -, pero un yacani -un individuo de la tribu de los Tayacant que poblaron Tenduf (la acogedora)-, cierto día observó al atardecer que un dromedario que pasaba frente a él iba conducido por una perra. Comprendió y, arrancando las retorcidas raíces que un abultamiento del suelo denunciaba, recogió leña para hacer una hoguera. Mas ¡cuál no sería su estupor al ver junto a sí mujer vieja que también depositaba sobre el suelo una brazada de raíces! Receloso, reunió tres gruesas piedras para que le sirvieran de hogar; lo que imitó la vieja; como hizo con cuanto gesto y movimiento produjo el yacani cuando encendió el fuego, colocó una cacerola y en ésta echó un poco de arroz (maro) y de manteca (dehen). Para librarse de aquella presencia diabólica, el yacani tuvo la idea de embadurnarse con manteca su cabeza rapada; mas con igual grasa untó la vieja su cabellera. Tomó después un tizón con llama y lo acercó a su frente; lo que imitado por la vieja, quemó sus cabellos. Cada minuto pasado acrecentaba el miedo del yacani; constantemente, para conjeturar el mal, se escupía sobre su carne desnuda; hasta que, dejándose llevar por el terror, montó sobre su dromedario al que enloqueció con un galope de fuga. Todo inútil; la vieja había tenido tiempo de coger la cola del animal y se dejó arrastrar. Y así marcharon toda la noche; sólo al nacer el día desapareció aquel ser diabólico; y lo hizo llevando consigo el apéndice caudal del dromedario. Lo que permitió probar al yacani la verdad de lo sucedido.

Se comprenderá tras este relato por qué los nómadas andan tan cargados de escapularios y amuletos (piedras de azufre, conchas agujereadas, versículos del Korán) : con virtudes preventivas los unos con efectos de ensalmo y expulsión los otros. Manera de vivir con prestigio, influencia y remuneraciones- de austeros y severos santones, y de entrometidas y componedoras viejas. Pero en éstas, la especialidad estriba en preparar filtros con virtudes mágicas para hadar, aojar, ofuscar, decir exorcismos contra los demonios, embrujar y catatar a las personas, ligar los hombres y hacer estériles las mujeres. El maleficio empleado para trastornar a un hombre, oscureciendo su entendimiento y amortiguando su voluntad, es el preparado con seso de hiena, machado y mezclado con el alimento. Es tanto el terror que tienen a tal preparado, que si matan uno de estos nocturnos carniceros no abandonan su cadáver, sino que se cuidan de enterrarlo. ¡Vida difícil para el nómada, que ha de ser transigente y tolerante, para evitar enemigos; y muy despierto y mirado para tratar y manejar a su compañera o amigas!

Si en el litoral ya se habrán extinguido los ecos de las canciones y los agudos y penetrantes gritos de las mujeres, por aquí, «en el centro», nuevamente se escuchan aquellos pues en la vecina jaima ha nacido un varón. Como todos los saharauis, vino al mundo sobre la tierra; su madre ayudóse tirando de una cuerda-, mucho sufrió: así lo indica su sofocado y sudoroso rostro que presenta huellas sanguinolentas de sus dedos preocupados por librar la cara de unos cabellos molestos. Las viejas que la asistieron se han dado prisa para hacer beber al recién nacido leche de camella, y le han frotado los labios con un cocimiento de dátiles. -
¡Otra vez los yenún! Ahora habrá que tener exagerado cuidado con el recién nacido; no se le podrá dejar solo, durante cuarenta días por temor de aquellos. La misma madre deberá guardarse de las malas miradas; su hijo es bello y la hará feliz y muchas de sus «amigas» quisieran verla desgraciada.
Por esto, cuando la práctica de la suerte entre siete palitos, o siete piedrecitas, que tienen asignados sendos nombres, indica por tres, veces el nombre a dar a su hijo, cuidará de guardarlo oculto (1). Ella misma procurará tener la mirada baja, sujeta a los instrumentos del sorteo, evitando su encuentro con alguna envidiosa y falsa. Elegido el nombre, se le. impone cuando cumple ocho días, siendo ocasión de reunión de amistades y de una copiosa -relativamente- comida. Pasada la cuarentena, una mujer de jaima próxima practica al niño tres pequeñas incisiones en cada sien; recoge la sangre que corre de las heridas y la echa en los Ojos de aquél para asegurarle una buena vista. Los males de Ojos y los de los oídos son frecuentes en los niños del desierto. Curan los segundos, lavando la parte enferma con agua en la que se ha macerado tabaco y henna. El pequeño llora; pero su madre consigue detener sus lloros y consolarlo cantándole: ¡Arrara idda! ¡Arrara idda! (¡Cállate! ¡Cállate!). Las pequeñas son más interesadas: hay que cantarles, prometiéndoles: Secti, la tebquí - Ila queberti - necherilec guelada zeina - U endeglec aguelab zeinín - U jelajel zeinín _ U teyauyi maa afgrách chebab u zeín - U iaáatic iaser men addenia - U iaoud uld madda horra (Cállate, no llores - Cuando crezcas - te compraré un collar bonito - y dispondré que te hagan una pareja de pulseras bonitas - y ajorcas bonitas - y te casaré con un hombre valiente, joven y guapo - y te dará una gran fortuna -y será hijo de buena familia).

Mientras la madre, durante la época de la lactancia, cría a su hijo, vive preocupada por su suerte. Amamantándolo, lo estima todavía como una parte más de su cuerpo; pero al desprendérselo de su pecho por última vez, siente la opresión de una incierta vida para aquel trozo de sus entrañas que se desliga de su propia sustancia. Hace que el padre busque a un hombre de estrella: y, como rito de separa ( ción, para que la nueva vida le sea venturosa, el hombre de suerte mastica unos dátiles y da al niño un poco del jugo obtenido. Los hay que le dan su propia saliva, transmitiendo en ella su buena estrella. En lo sucesivo vivirá arrastrándose, desnudo, y así se mostrará hasta que llegue el momento de la circuncisión: doloroso empadronamiento en el censo de los mahometanos, que el muchacho soporta con estoicismo frente al corte brutal del tahar o sian: un alarido, una angustia de muerte, un giro alternativo, de cabeza buscando alivio para aquel dolor atroz, causado «en el nombre de Alá»; unas aplicaciones con polvo de la cáustica saha cicatrizarán la horrible herida. ¡In chá Al-láh! ¡Si Dios quiere! Cuando Dios no ha querido... ¡vaya infección! Pero ello no acongoja a los padres; más que insensibles al dolor del hijo, sienten el orgullo de que éste tendrá más ostensible la señal de sus creencias.

Pasarán pocos años y este muchacho será empleado como pastor. Los pastores que se encuentran por el campo no dan la sensación de estar empleados en trabajo penoso. Dicen ellos mismos que se «entretienen» todo el día en rebuscar y escudriñar por las piedras de los terrenos Planos y por las oquedades y agujeros de los cauces secos. A sí encuentran lagartos (dab) y gerbos (yarboa).

La caza de estos últimos les distrae mucho, les lleva mucho tiempo. La pequeña madriguera del gerbo ofrece una entrada fácilmente visible; pero tiene dispuesto el fondo de tal manera que sólo una delgada capa de tierra lo separa de la superficie en la que está aquél delatado por un pequeño orificio. Como los nómadas conocen los hábitos del gerbo, dos pastores lo acechan; y en cuanto el roedor entra en la madriguera uno de aquéllos lo ataca por la entrada; el gerbo trata de huir desfondando la salida que tiene preparada; pero el otro pastor lo aguarda y lo caza.
Para matar el dab basta sólo levantar las piedras y golpear cuando se le encuentra fuera de cobijo. Enemigo mortal de las serpientes -a las que hiere con su cola acerada- a veces se le sorprende en acecho. Gusta su carne a los pastores; guardan su piel, pues quemándola, su humo -del que hay que impregnarse- combate efectos de la hechicería.
También cazan la liebre. Como no la pueden seguir en la carrera que emprende, la baten echándola hacia la zona de dunas en la que el terreno blando cede bajo sus patas; lo que les permite, si no alcanzarla, aproximarla, de manera que está al alcance de las piedras que puedan tirarle para matarla.
Pensamos que estos pastores poco cuidan los dromedarios, los corderos y las cabras. Así, algunas veces hace presa el chacal. Menos mal si se llega a tiempo de arrancarle la res cuando todavía conserva la vida: una rápida y profunda tajada en la base del cuello la sangrará al quitarle aquélla, haciendo aprovechable la carne. Adivinamos la: cara con que se presentarán en su jaima y la acogida que se les hará.
Ya mayores, son piezas de caza mayor las que buscan los pastores: trampas y lazos son artificios de que se valen para apresar gacelas, antílopes y avestruces. Ya tienen que ir entrenándose en el conocimiento de las huellas para seguir los rastros.

El nómada reconocido como cazador es un gueimer; salir en expedición de caza se dice partir igueimer; lo que supone una caza reposada, con duración de tres días por lo menos y con fusil. Cubierta su cabeza con el tarasa o gorro de algodón parduzco, cuando ha reconocido una huella fresca, orienta la dirección de ésta en relación con el viento y busca alcanzar el rebaño de gacelas que aquélla delate, procurando situarse a sotavento del mismo. Tales reses gozan de un olfato muy fino; no tienen desarrollados el oído ni la vista. Entonces emprende una paciente marcha de aproximación, algunas veces facilitada por las dunas. Se acerca tanto, que hay momentos en que las orejas de los animales, tensas en expectación, indican que sólo se espera que el olfato confirme el peligro de su temor instintivo.
No tiene abundante munición el nómada; por esto ha de asegurar el disparo: un tiro, una gacela. Y casi siempre así es. Y el rebaño, asustado, deja la compañera herida, y galopando, saltando -con saltos altos y largos, bellos y elegantes; con saltos elásticos de sus finas piernas, rígidas, inmóviles y tendidas- se aleja en fuga de grupas blancas coronadas por motas negras. Rápidamente, y antes de que muera, el cazador corre a degollar la pieza cobrada, para que, sangrada, pueda ser aprovechable su carne. Y como aquél es resistente además de paciente, continúa en busca de rnás caza; si la res ha sido herida solamente, seguirá su rastro de sangre hasta cobrarla.
Cuándo toman parte varios en la batida, el cazador tiene derecho a los sesos y a los riñones. Tratándose de un antílope, le pertenece la piel del cuello para fabricarse suelas de cuero.
Este hombre de talla mediana, de estrechas caderas y de espalda corvada; de hombros cuadrados, brazos delgados, pero vigorosos, y de piernas secas, pero nerviosas. Este nómada de cabeza con cabellos largos y ligeramente ondulados (2), que tiene la cara magra, de tez mate o aceitunada, con ligeros surcos, pómulos salientes y mentón acusado con barba poco poblada; cuya nariz es prominente y, a veces, delgada y larga; con ojos hinchados y víctimas de la reverberación: ojos astutos, embusteros, pero que denotan un carácter rudoy combativo. Este saharaui formado por el ambiente: cuerpo seco, músculos y nervios en tensión; que tiene aspecto bíblico, que en lo moral es anárquico, como indisciplinado en lo gubernamental -, que hace del jefe de su tribu el esclavo de sus asuntos e intereses más que el dueño temido y obedecido de su clan; este saharaui, este nómada, este hombre..., muere. Pero antes...

El saharaui es musulmán; y, como nómada, no observa muy estrictamente alguno de los preceptos koránicos. Las cinco oraciones diarias las reza con escrupulosidad que llama nuestra atención. En recorrido, hemos observado en nuestros áscaris que en cuanto se hacía un alto todos se precipitaban a hacer la oración correspondiente, Como es natural, no cumplen con el rito de las abluciones, pues el Korán les autoriza el empleo de la arena, al no disponer del agua; pero es que, aun hallándose junto a un pozo o de guarnición en un puesto, no se les ve usar el agua, a pesar de la intransigencia del libro santo sobre esto. Algo hipócrita, si se encuentra aislado cede a la elasticidad de su conciencia-, pero agrupado se siente más obligado al cumplimiento de las prescripciones koránicas, algo suavizadas en determinados aspectos, y en otros recargadas por la influencia de alguna secta o propaganda de algún morábito tribal.
Por cuanto precede, el nómada muere en musulmán; como mueren los mahometanos: cara a Oriente, y atestiguando que no hay más que, un solo Dios, y que Mohammed es su Enviado; y haciendo ostentación de tal profesión de fe con el índice de su mano, derecha estirado e indicando el inmenso espacio de los siete cielos sobre los que Alá tiene distribuída tanta felicidad para los buenos creyentes. ¡Al-láh iarhamu! ... (¡ Que Dios le tenga misericordia! ...
Y, como a todos los muertos, hay que llevarlo al cementerio. Si está alejado, el dromedario lo transporta en último viaje. Sobre su orientada tumba -fosa muy profunda- se colocan grandes y pesadas lajas que dificultan la remoción por las patas de las hienas o del chacal, aullador cazador de cementerios, que esconde en sus guaridas, junto a la osamenta de los dromedarios abandonados en el campo, los huesos de los cadáveres que desenterró.
La jaima en que murió nuestro nómada es levantada y emplazada en otro lugar; su viuda se despoja de las joyas y adornos-, abandona los afeites; ha de guardar el período de «adda» que pone precaución para un nuevo matrimonio y ha de poner el velo sobre su rostro de manera que sea ostensible la nueva situación. Se le acabó la exagerada explotación del cónyuge, al que, en buen matriarcado, conducía... y no con riendas de seda.
Ya viuda, la saharauia seguirá su vida somnolienta, dedicada a la preparación de las comidas, a las reparaciones de la jaima, a la vigilancia de los hijos y de las reses recién nacidas. Y se volverá a casar, mediante boda que se festejará un solo día. Ello quiere decir que su nuevo esposo es también viudo o divorciado; porque si se trata de un soltero las fiestas duran, para ella, tres días. Y, otra vez, al amanecer volverá a ordeñar las camellas y las ovejas -con desesperación de los camellitos y corderuelos expresada en los rugidos y balidos; al salir el sol se preocupará de enviar al pasto los ganados, que regresarán cuando aquél se ponga-, para, dos horas después proceder a nuevo ordeño. Cuando ya la noche pone densa oscuridad sobre el mahsar, cuando de los improvisados hogares sube un nauseabundo olor a sangre quemada, grasa fundida y a humo, se oye la falsa risa de las hienas que merodean por las inmediaciones, y el aullar de los chacales denota cómo se han arriesgado por entre las jaimas para coger un hueso sangrante o para disputarlo al que ya lo tenga entre sus dientes.
Es dura para todos la vida en el desierto. Por esto, el nómada no aprecia ni alaba mucho el saber, la ciencia, apenas sabe del sentimiento altruista que es la abnegación (su innegable hospitalidad, tiene mucho de «do ut des»); y si el poeta saharaui canta la belleza en la mujer y el valor del hombre, pone mayores ditirambos en alabar la generosidad: por lo que tiene de largueza, por lo que da con liberalidad.

(1) Si alguna persona de estrella ha conocido en sueño el nombre a dar, se acepta y no hay sorteo. Este se hace generalmente entre nombres de los familiares del padre; si se tratara de hija a los palitos se asignarían los nombres de los familiares de la madre.
(2) El tipo que presenta una espesa cabellera de largos tirabuzones, saliendo normalmente del cráneo -aureola negra bastante estética-, es raro y denuncia características de sangre negra.
(*)DOMENECH LAFUENTE, Angel, 1953, Sahara Español, Del vivir nómada de las tribus, Cuadernos de Estudios Africanos,nº 21, Instituto de Estudios Politicos, Madrid.
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